Del arte de conversar

Del arte de conversar


Lejos. Muy lejos dejó Montaigne mi concepción sobre los buenos conversadores. Embriagados por su buen decir, la belleza de sus voces y las palabras de las cuales echan mano, es fácil rendirse ante los charlatanes, hoy mejor ubicados en el ámbito de la seducción mercadológica que incita nuestras necesidades más sublimes.

Los verdaderos conversadores han sido secuestrados por el mercado, en su lugar se erigen impostores que han aprendido en las escuelas el empleo de usos retóricos y las técnicas publicitarias, con el fin de envolvernos en un ensueño de palabras que más temprano que tarde nos dejan sin asideros en el tortuosos camino de la vida.

El buen conversador no es necesariamente el que cuenta historias sorprendentes, donde ficción y realidad están mezcladas para hacer de la ilusión nuestro deseo, ni tampoco el que cita de memoria los pasajes de la historia o de las obras literarias, ya lo dice Montaigne: “No hay que ceder siempre por verdad o belleza que la proposición contenga”. El buen conversador que perfila el ensayista es el que expone los cómos y por qués de cada uno de sus argumentos, tanto de su afirmación como de su negación: “Deberían circunscribir y restringir un poco su sentencia, tratando de explicar el por qué y el cómo”.

Ni pensar siquiera que entonces son buenas conversadoras las señoras que al calor de sus tragedias hogareñas degustan café descafeinado en los restaurantes Sanborn´s, y de vez en cuando tiran lágrimas como parte de una escena cuyo objetivo es entristecer aún más la taza de café. Esas conversaciones en las que los amigos y amigas se dan palmaditas y escuchan sin sobresaltos ni dudas y nos dan más la razón porque piensan que así se solidarizan con nuestra pena, son sólo la antítesis del buen conversador. Ante todo, el autor de Ensayos destaca: “Es un placer insípido y perjudicial el tener que tratar con gentes que nos admiran y asienten”.

Encuentro en Montaigne razón en sus argumentos a favor de la provocación y la diferencia en la conversación, como parte de un indagar más sobre las razones de un pensar, pues sólo inquiriendo, dudando, cuestionando el decir del otro, se puede conocer realmente la belleza de su alma, pero disiento en cuanto al choque como mayor condición del diálogo; se supondría que el buen argumentar debería llevar a un entendimiento tal que el otro no tendría razón para desatar un enfrentamiento y viceversa. Claro, sólo en el supuesto de que la comunicación, es decir el poner en común, tuviera efectividad. Pero como tal circunstancia sólo habita en la República de Utopía –en el ugar que no existe-, la fórmula de Montaigne adquiere mayor sabiduría: “Lo que contraría, influye y excita mucho más que lo que gusta”.

Y como buen provocador Montaigne argumenta sobre la charla: “No es ya debidamente vigorosa y generosa, cuando la querella no importa, cuando predominan la civilidad y la exquisitez, cuando se teme el choque y sus maneras no son espontáneas”. No cabe la interpretación de que hay que liarse a golpes en una conversación para que ésta tenga goce; por el contrario, Montaigne invita a transofrmar los golpes físicos en certeras frases que atinen a desnudar el alma de quien habla, pues citar frases y hablar de experiencias propias y ajenas sin haberlas meditado a profundidad, es el hacer más común, en nombre de la pereza.

La verdadera conversación no debe dejarnos satisfechos, debe inquietarnos, orillarnos a escudriñar más en los rincones de nuestro ser, así como hacen las verdaderas obras de arte: nos incomodan, conmueven y cuestionan; así pues, es el buen conversador, nos conduce a su verdadero ser y nos incita a descubrir el propio.

Comentarios

Alicia Reyes ha dicho que…
Me encanta este texto. No podemos andar por la vida sólo regalando sonrisas, no podemos caminar de la mano de la conformidad.

http://del90.blogspot.com

saludos

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