Tomé aire. La guerra debía ser así; masiva, tumultuosa, agobiante. Entré con las armas en alto. Pronto las extremidades volaban por todas partes, brazos y piernas se enredaban en los míos, un codo se enterró en mi esternón, comencé a sudar y una patada en la espinilla me doblegó. Mis cabellos pugnaban por su cuenta enredados con los de mis colegas, y luego hechos maraña y confundidos dejaron de ser la cascada bruna que los poetas loaron en domingo. Entre los manotazos y la pugna cuerpo a cuerpo por unos milímetros de espacio, sólo los necesarios para permitir la expansión de los pulmones, un respiro, condición mínima para la vida, empuñé el bolso y blandí el paraguas. Me correspondía un centímetro más en el mundo comprimido del vagón. En mi piel se embarraron nalgas, rodillas, pechos, narices y alientos. Me colgué de un tubo, y fui chita en la selva naranja. Perdí los anteojos, que luego un alma caritativa me devolvió. Gané pisotones y dos libros desempastados. Se abrieron las puer