Sanación

© Anasella Acosta. Todos los derechos reservados
Durante treinta seis años Agueda había cruzado aquella puerta de cristal, se había metido en la bata blanca, puesto la cofía y revisado las bitácoras de los veinticuatro pacientes que cabían en el piso tres del sanatorio Jesús de la Misericordia. Ahí, sanó todo tipo de heridas, incluso las suyas.
Puso y quitó cómodos y riñones debajo de cancerosos, asmáticos, diabéticos y sidosos. Metió termómetros en bocas, sobacos y rectos. Tomó la presión a moribundos, a achacosos y deprimidos. Interpretó la actividad de los corazones, cosa que siempre le pareció una paradoja, cómo interpretar el sufrimiento de otros corazones ante la imposibilidad de interpretar el propio.
Alguna que otra ocasión le tocó resucitar a cardiácos que luego de recuperados comentaban que era mejor que los hubieran dejando bien morir. Agueda estaba de acuerdo con ellos, pero sabía que en el fondo ansiaban volver a darse de topes con el mundo externo.
Los pacientes eran dignos de misericordia, en ellos encarnaba la verdadera fragilidad humana, la del paso del tiempo y la del cuerpo perecedero, por eso Agueda se regodeaba en ellos, el dolor de sus héridas era lo más cercano a la verdadera razón de la vida: la muerte.
La mayoría de los enfermos confundía la cama de hospital con un reclinatorio; al estar tendidos el proceso de arrepentiemiento ocurría por un acto de magia, aunque realmente se debía al mecanismo mental de la asociación, que irremediablemente vinculaba la enfermedad con la expiración. El ser humano, Agueda lo comprobó, siempre tenía de qué arrepentirse: de hablar de más o de no hablar, de haber hecho o de no hacer, incluso hasta de ser lo que era y no otro.
Cuando el doctor le dijo a Agueda que era bueno constatar otras formas de dolor para ponerle freno al propio, nunca pensó que ocurriría un proceso que la llevaría a sentir orgullo de su padecimiento, ese para el que los doctores no habían hallado razón. A los diecisés años, Agueda ya contaba con un historial de visitas al psquiatra, debido a su comportamiento taciturno inexplicable.
Agueda, pensaba que su forma de existir era la de un paciente eterno, pues ella siempre estaba en ese umbral donde todos los recuerdos se agolpaban en su memoria, donde las ausencias determinaban el ritmo de su respiración y la soledad los picos de su electrocardiograma. Pero a diferencia de los enfermos físicos, ella no necesitaba sentir ardor en una llaga para sufrir el dolor que ésta provocaba, tampoco leer un parte médico que la desauseara para llorar de forma incosolable por la consciencia de la muerte, esa que ella sentía al dormir y al despertar, al andar y al mirar.
Ante los enfermos, Águeda se sentía orgullosa de su dolor pulcro; sin sangre, ni tumores hediondos, ni diarreas ni bilis verdosas o amarillentos vómitos. Después del año de prueba, Agueda decidió seguir entre los enfermos no para aminorar su dolor, como lo había recomendado el último psiquitara, sino para regodearse en él a través del padecimiento nauseabundo de los enfermos.
Entre más héridas lavaba se convencía de que no había llaga que causará más dolor que la de estar viva y le venía la idea aquella: “Mi cuerpo es una herida que camina”.
Así, Águeda encontró el modo de no sentirse extraña mientras el tiempo pasaba. Al vendar un pie, vendaba un pedazo de su alma, no para dejar de padecer sino para hacerlo de manera pulcra.
Agueda se había especializado tanto en dolores que realizó una clasificación dentro de la cual estableció que la manera más vulgar, es decir, menos civilizada de expresar una dolencia, era la ocasionada por una obejto punzocortante; a las quemaduras les otorgaba una categoría mayor, no porque salieran del rango de vulgaridad, sino por consdierarlas metáforas del infierno posmortal. Al dolor ocasionado por una torcedura lo calificaba de “lugar común”, y al provocado por un tumor de cáncer lo consideró el más impúdico de todos.
El mejor dolor, el que de verdad redimía, era el experimentado al andar; ese que hacía caer en la cuenta de tener un corazón vacío con cada paso dado.

Comentarios

JAZ ha dicho que…
¡HOLA NENA!

MUCHAS FELICIDADES NO SÓLO POR TERMINAR EL DIPLOMADO EN LA SOGEM Y POR TU CUMPLEAÑOS (QUE VI EN TU PERFIL APENAS PASÓ), SINO TAMBIÉN POR TU BLOG.

CREO QUE ALGUNA VEZ TE LO DIJE PERO APROVECHO ESTE MEDIO PARA HACERLO DE NUEVO: ESCRIBES MUY CHINGÓN, Y ESO TE LO ADMIRO TANTO COMO TU SENSIBILIDAD Y TU MANERA DE SER.

CUÍDATE, OTRA VEZ FELICIDADES Y ESPERO SIGAMOS EN CONTACTO. UN ABRAZO.

ATTE.
JAZ :)

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