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Y no es migala

Sé que está aquí. Lo sé porque he visto cómo se mueven sus tentáculos en la sombra, saliendo debajo de la cama. Lo adivino a mis espaldas, amenazante, con mil rostros pero ninguno visible. A penas giro la cabeza, se esconde. Pero lo veo, alcanzó a mirar el halo de su presencia con el rabillo del ojo. Si me duermo llega. Me cubre. Succiona de mis ojos las lágrimas, de mi boca la saliva, de mi sexo los fluidos. Me deja seca como hoja de otoño, que luego, alguien, el inesperado, pisa. Ya no apago la luz. Vigilo. No tengo sueño, sino visiones. Siento como gira el mundo. Mi cama se mueve como si fuera el mundo, y no me puedo bajar. Y si me quedo dormido sus tentáculos se tornan alas, y aletea sobre mi rostro, entonces la noche es más oscura. Ahora mismo me vigila como yo a él, como Dios a mí, como Lucifer a Dios, como Dios a su ombligo. Estoy despierta. Está aquí.

Empequeñecer

Porque las lunas menguaban cada mes, y su piel se endurecía y la opacidad de sus ojos semejaba la noche, por eso dejó de querer, de querer jugar, de querer bailar, de querer hablar, y se hizo un silencio delgado, un cuerpo de silencio, con cabellos largos de silencio y dedos artríticos de silencio. Y no volví a escuchar mi nombre escoltado por sus labios, contorno de tibia humedad en los que mis palabras nadaron en los días de fortuna. Entonces yo empequeñecí, como los hombres viejos, como los ríos secos, como los árboles sin sol.

De izquierdas

Arrastraba el pie izquierdo con la parsimonia de los caracoles. Se decía por lo bajo que había sido miembro activo de la Liga. Lo del pie corto era un viejo recuerdo de uno de tantos asaltos. Juana y yo le obsequiamos un par de zapatos formado por dos tallas, uno seis, para el derecho, y el otro cuatro. Cuando le dimos el par dispar quiso contarnos la historia. Su mujer lo dejó y de puro coraje le dio una patada a uno de los rieles de la vieja vía, por la que ya no pasan trenes pero por la que entonces pasaban, pero tampoco fue el tren el responsable, sólo el coraje. También nos quiso mostrar el pie izquierdo. No tiene dedos.

Lo amo

— No se muevan. Toda la lana... ¡Órale! — Aí’ stá — Los celulares, los relojes, los anillos... — Ya 'stuvo, ya 'stuvo… — Jálense no volteen, ¡rápido! … — José, en la bolsa iba el disco de Sabina — Jijos de la chingada, ¡qué poca madre!

Irremediable

Y cómo no me iba a enamorar si puso a mis pies el tiempo, la palabra y las flores...

El día que me besó

Nos encontramos en la manifestación de octubre. Estaba justo detrás de mí, como ángel guardián. Me sedujo. Quizá fue esa mezcla de juventud, altura, fortaleza y piel morena peleando por la justicia. Eran las ocho y media de la noche y seguían llegando contingentes. Desde las cuatro me dediqué a observar y tomar fotos. Hubo un momento en el que casi me conmueven tantas personas enojadas y gritando: "¡basta gobierno autoritario, devuelve el empleo!". Pero debo reconocer que hay algo muerto en mí que ahoga la emoción facilona, que me obliga a dudar, a no creer, a tener presente la fragilidad de las decisiones humanas, la vulnerabilidad de su congruencia, el caldo de cultivo inagotable de sus deseos. De cualquier modo, yo estaba ahí, y me sentí segura, solidaria y fuerte. Y él estaba gritando, marchando y mostrando su descontento. Y por ese simple hecho me sentí su mujer y lo sentí mi hombre. Me tomó de la mano y anduvimos.

Batalla matutina

Tomé aire. La guerra debía ser así; masiva, tumultuosa, agobiante. Entré con las armas en alto. Pronto las extremidades volaban por todas partes, brazos y piernas se enredaban en los míos, un codo se enterró en mi esternón, comencé a sudar y una patada en la espinilla me doblegó. Mis cabellos pugnaban por su cuenta enredados con los de mis colegas, y luego hechos maraña y confundidos dejaron de ser la cascada bruna que los poetas loaron en domingo. Entre los manotazos y la pugna cuerpo a cuerpo por unos milímetros de espacio, sólo los necesarios para permitir la expansión de los pulmones, un respiro, condición mínima para la vida, empuñé el bolso y blandí el paraguas. Me correspondía un centímetro más en el mundo comprimido del vagón. En mi piel se embarraron nalgas, rodillas, pechos, narices y alientos. Me colgué de un tubo, y fui chita en la selva naranja. Perdí los anteojos, que luego un alma caritativa me devolvió. Gané pisotones y dos libros desempastados. Se abrieron las puer

La muerte de mi vecino

La fotografía estaba sobre el féretro, y dentro, él yacía. Un cacerola vieja que contenía alimento para perros descansaba a la entrada de la habitación. Había sillas dispuestas lateralmente para los asistentes ausentes. Me senté en una vieja silla de forro sucio y mal equilibrada. A penas ayer me dio lo buenos días. Hoy me miraba desde la plata sobre gelatina, desde el blanco y negro desgastado por los años. No era más, pero ahora me miraba tan profundo, tan joven, guapo y fuerte, quizá más real que antes, más contundente. ¿Quién había sido? ¿Quién era? Unas cuántas flores sofocadas por el calor de las veladoras adornaban la caja larga y gris, como se le veía a él por las calles. No había perro, ni amigos ni plañideras. Los curiosos nos empeñábamos en descifrar algo que irremediablemente nos atrae cuando los muros se derriban y los vigías se esfuman, pero él aún estaba ahí, en sus sillones desvencijados, en las cubetas vacías y la mesa con algunas mor

Rubrica final

Y despegó la pluma del papel... Ahora todas las horas del día le pertenecían, se acumulaban una detrás de otra sin cansancio. Tictactictactictac... Si tan sólo tuviera un poco de ganas... Podría inventarse como mejor le pareciera. Podría ser un perezoso, entregarse al sueño, dormir, y después dormir, y volver a dormir, y entonces vivir decenas de películas en sus sueños. Quizá luego le vendría la voluntad de escribirlas, quizá luego alguien las leería y se interesaría en regalar la historia a algún productor. Y un día miércoles, porque ahora tendría tiempo para ir al cine, a la matiné, vería proyectado su sueño, gigantesco, más allá de sí mismo, de su silencio y su anodino tiempo. Quizá entonces habría valido la pena tanta desazón acumulada en la firma de su jubilación.

Alazanes

Estaba soñando con caballos cuando sonó el teléfono, eran las tres de la mañana. Soñolienta y molesta por la grosera interrupción de uno de mis sueños preferidos, contesté. Antonio necesitaba hablar con alguien congruente, asirse a alguien fuerte ante la desilusión de sus amigos, esos con los que se había ido de parranda esa madrugada, con los que se iba cada ocho días o cada tres. Entonces comencé a buscar piernas, brazos, cabeza y cada partícula de lo que solía ser. Juró que intenté armarme con destreza. En vano tantos ensayos con rompecabezas. Antonio desesperado gritó: "No me entiendes, no me entiendes". Colgó. No lo entiendo. No me interesa entenderlo. ¿Será que al colocarme la cabeza el pensamiento se desajustó? Sonó el teléfono. "Perdóname". "Te perdono". "Ya no te voy a buscar. Adiós". "Adiós". Noche de perdidas. No logré recuperar los caballos.

Sanación

© Anasella Acosta. Todos los derechos reservados Durante treinta seis años Agueda había cruzado aquella puerta de cristal, se había metido en la bata blanca, puesto la cofía y revisado las bitácoras de los veinticuatro pacientes que cabían en el piso tres del sanatorio Jesús de la Misericordia. Ahí, sanó todo tipo de heridas, incluso las suyas. Puso y quitó cómodos y riñones debajo de cancerosos, asmáticos, diabéticos y sidosos. Metió termómetros en bocas, sobacos y rectos. Tomó la presión a moribundos, a achacosos y deprimidos. Interpretó la actividad de los corazones, cosa que siempre le pareció una paradoja, cómo interpretar el sufrimiento de otros corazones ante la imposibilidad de interpretar el propio. Alguna que otra ocasión le tocó resucitar a cardiácos que luego de recuperados comentaban que era mejor que los hubieran dejando bien morir. Agueda estaba de acuerdo con ellos, pero sabía que en el fondo ansiaban volver a darse de topes con el mundo externo. Los pacientes eran di