La muerte de mi vecino
La fotografía estaba sobre el féretro, y dentro, él yacía. Un cacerola vieja que contenía alimento para perros descansaba a la entrada de la habitación. Había sillas dispuestas lateralmente para los asistentes ausentes. Me senté en una vieja silla de forro sucio y mal equilibrada. A penas ayer me dio lo buenos días. Hoy me miraba desde la plata sobre gelatina, desde el blanco y negro desgastado por los años. No era más, pero ahora me miraba tan profundo, tan joven, guapo y fuerte, quizá más real que antes, más contundente. ¿Quién había sido? ¿Quién era? Unas cuántas flores sofocadas por el calor de las veladoras adornaban la caja larga y gris, como se le veía a él por las calles. No había perro, ni amigos ni plañideras. Los curiosos nos empeñábamos en descifrar algo que irremediablemente nos atrae cuando los muros se derriban y los vigías se esfuman, pero él aún estaba ahí, en sus sillones desvencijados, en las cubetas vacías y la mesa con algunas moronas del pan que comió ayer. En las croquetas que le sirvió al perro, la cama destendida y la taza medio vacía. La foto parpadeó. Un viento suave pero frío me erizó la piel. Me hice agua hasta escurrirme por las calles. Respiré.
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